2008-12-23

Chiquillerías (III)

Un día el abuelo comenzó a toser, con una tos profunda y continua, había cogido la pulmonía. Por la noche le subió la fiebre hasta casi 40 grados. Al día siguiente no se levantó de la cama. Me pareció ver a los padres preocupados por su salud. A eso de las seis de la mañana el hermano mayor salió a pie a avisar al médico, y aunque ninguno de los hermanos nos enteramos pues para cuando se levantaron para ir a la escuela ya estaba de vuelta, algo extraño nos pareció percibir. Mis hermanos se despertaron y vistieron casi sin meter ruido, tanto que yo no me desperté hasta que ya estaban todos desayunando en la cocina. Nada más salir al pasillo mi madre me dio un beso y me ordenó volviese de nuevo a la cama, pues todavía era muy temprano.

Unas horas más tarde, cuando ya los rayos del sol iluminaban el pasillo, me pareció oír las voces de la madre de Pedro y de otras mujeres del pueblo. Allí estaban en la cocina tomando un tazón de café con leche, y charlando amigablemente. Desde la cocina se oía la respiración fuerte del abuelo. Después de desayunar, me acerqué a su habitación, le agarré la mano, y le di dos besos. Tenía los ojos relucientes, me echó una sonrisa y cerró los ojos por un instante.

De dos saltos me encontré en la calle. Oí el chillido de mi madre. Sin entender nada, le contesté. Si, si mamá a la hora de la comida haré todo. Me reuní con los amigos, nada más llegar me preguntaron por el abuelo. No te preocupes, ya verás como se cura, me comentaron. Serían las once de la mañana cuando vimos subir por la carretera del carbón la vespa del médico.

Hoy el abuelo ha dormido muy bien, oí a mi madre decirle a mi padre. Parece que va mejor la pulmonía. Aquel día estaba mucho más tranquilo y casi no tosía. Cuando me acerqué a la habitación estaba tumbado boca arriba entre las sabanas y mantas alisadas. Me acerqué, y le di dos besos, ni se inmutó, ni tampoco me devolvió la sonrisa de otros días.



Aquel día nos pasamos toda la tarde en la chabola jugando a médicos y otros entretenimientos. La enferma era Mari Carmen, yo el médico, Felipe el practicante, Pedro y Gerardo los familiares. Parecía que Mari Carmen no tenía nada grave, pero si tenía un gran trancazo, con una gran fiebre que no le permitía levantarse de la cama, por lo menos hasta que la visitase el médico.

Pedro y Gerardo barrieron lo mejor que sabían la cocina y la habitación de la enferma, y limpiaron con jabón y secaron con un trapo blanco los cacharros que se habían amontonado en la fregadera.

Abre la boca, saca la lengua, le dije mientras le tomaba el pulso en la muñeca. Tiene una gran fiebre. Le oscultaré bien, no sea que tenga cogidos los pulmones. Quíitate el jersey, súbete la blusa, un poco más. Sin mirarle a la cara, le puse el aparato de medir la respiración en la espalda. Toma aliento, échalo… Lo que me temía tiene bien cogidos los dos pulmones, pero tranquilos con estas inyecciones pronto se curará. Cada día hay que ponerle una inyección, para bajar la fiebre le conviene beber mucho agua, y estar bien tapada en la cama, por lo menos los cuatro primeros días. También se le aplicarán durante cuatro días dos ventosas. No es grave, pero es mejor prevenir para que no tenga consecuencias.

Dos horas después apareció el practicante. Mientras hablaba con Pedro, puso la jeringa, y la aguja a hervir. Nada más ver la jeringa Mari Carmen se puso nerviosa. Date la vuelta, bájate las bragas, un poco más. Le dio dos palmadas en el culo, y de un golpe seco le clavó la aguja, poco a poco fue acabando el líquida de la jeringa.


Llegó la hora de la comida y de la siesta. Con la excusa de que el calor y el sudor era conveniente para la enferma el médico se convirtió en esposo, y uno junto al otro échamos la siesta.

A la hora de salida de la escuela, ya estábamos esperándolos. Al llegar a casa nos encontramos en el portal a nuestra madre. Algo había sucedido, ya que tenía muy mala cara. Cuando todavía no habíamos llegado nos comentó que el abuelo había fallecido. A los hermanos pequeños no nos dejaron entrar a verlo, los mayores pasaron delante de nuestra madre, y a la salida comentaron que parecía más joven, con la chapela y la cara resplandeciente. Aunque le dimos la pelmada a la madre para entrar a la habitación no nos lo permitió.

Pasados unos meses, el día después de Santa Lucia, Gerardo nos comentó que había oído en su casa que muy pronto iban a hacer las maletas y que se iban a trasladar a la ciudad. Esa misma tarde, sin perder tiempo, le pregunté a mi madre, si era verdad que la familia de Gerardo también se iba a ir del pueblo. Y mi madre me lo confirmo.

El año que viene, nada más pasar las navidades han decidido irse a la ciudad, me dijo sin darle excesiva importancia. ¿Pero que van a hacer con el abuelo y el tío soltero mayor que viven con ellos? Crescencio y Mauricio se van a ir con ellos. Ya lo tienen todo decidido y pensado.


¿Mamá, nosotros no nos iremos, verdad?

No te preocupes. Por lo menos estaremos aquí hasta que viva la abuela. Ama, gu ez gara joango, ezta?
Eso es lo que dice tu padre, y así se hará, ya sabes como es tu padre.

Me pareció que mi madre ponía como excusa al padre, pero que ella tampoco tenía ninguna gana de comenzar una nueva vida lejos de estas tierras. Y me siguió razonando que no veía a mi padre lejos de los animales y del monte. Tranquilo hijo, tu padre vive contento aquí y le costará mucho decidirse a dejar todo esto. N hay que ver más que el golpe que se ha cogido con la muerte del abuelo. Le va a costar mucho más de lo que parece abandonar el pueblo y las tierras. No os distéis cuenta que cuando se fue la familia de Tere es la primera vez que le había visto llorar a tu padre y que no fue capaz ni despedirse de su mejor amigo. Tu padre seguirá el camino de su padre, y morirá aquí.

Gerardo Luzuriaga