2007-08-21

El Pueblo - Herria



Del labrador alocado que esparció las semillas en lugares inhóspitos y desolados o aquel otro que las transplantó en plena juventud en lugares pedregosos y estériles.

[Escrito basado en la frase oída a mi hermano Juan Antonio, “nacimos para vivir en el campo y nos transplantaron en la ciudad”]

Nacimos para vivir en el campo, en el pueblo, entre nuestra gente, protegidos por los árboles centenarios, cobijados por las peñas rocosas milenarias, seguros recorriendo los mismos caminos, las mismas sendas que cruzaron nuestros abuelos, padres y hermanos.

Un día un labrador perdió la cabeza y como labrador alocado comenzò a esparcir las semillas en lugares inhóspitos y desolados, y comenzó arrancar los árboles ya hechos para transplantarlos en lugares aislados y horrorosos.

Amanecimos entre calles anchas, aceras asfaltadas, farolas de luz mortecina. Iglesias rodedas de edificios de diez y más pisos, que ocupaban más espacio que todo el pueblo de donde nos habían arrancado. Los árboles ante tales construcciones parecían palos secos de boj empleados para que las plantas de alubia trepasen por ellos.

La niebla, que con el paso de los meses pude comprobar que iba a ser nuestra compañera durante todo el invierno hizo todavía el encuentro un poco más agradable, pues no me permitía la realidad con toda su crueldad. Con el paso de los días la niebla se conviertió en mi única compañera.

De repente, todo fueron sensaciones nuevas. Ríadas de gente pululando de un lugar para otro, de prisa y corriendo, todos con caras semejantes, todos idénticos, vestidos igual. Una multidud de personas sin rostro, sin rumbo fijo.

Los primeros días los pasamos, agazapado entre la niebla siguiendo los pasos rápidos de la muchedumbre, pero sin ruta ni objetivo concreto, hasta que las personas se iban diluyendo entre la muchedumbre ayudadas por la densa niebla.

Día a día la pesadez, el abandono y la soledad se fueron apoderando de todos nosotros, de todas las semillas esparcidas por los campos y todos los árboles arrancados de cuajo de su hábitat. Fuímos semillas y plantas abandonadas en terrenos pedregosos, acechadas a mil peligros –expuestos a la voracidad de las aves [coches], a la inclemencia del tiempo [el frío], a la falta de espacio [la muchedumbre], terrenos inapropiados [la ciudad], carentes de nitratos [dinero]- que nos hacían dificil el crecimiento.

Árboles, jardines, edificios se nos antojaban extraños, sin vida, sin sentimientos… Nada podía consolarnos, andar entre la gente para olvidar, recorrer calles y callejuelas sin rumbo fue nuestro único entretenimiento, no pocas veces nos sorprendímos a nosotros mismos al encontrarnos entre el gentío parados observando una estatua de un edificio, una puerta, una esquina, absortos mirando sin ver…
Los minutos se dilataban, los días se hacían eternos. El reloj parecía no moverse. Nada tenía sentido.

En tal situación evocar los recuerdos fue en vano. Aparecían difuminados como fantasmas entre la niebla. Intentaban escondenser en los portales y en las esquinas, pero muy pocos lograban acercarse lo suficiente como para poder oir su voz, la mayoría eran atrapados por las luces de los focos de los coches. Aquellos pocos que no se veían atrapados por las luces amarillentas tampoco lograban contactar conmingo, pues justo cuando estaban a punto de acercarse debían huir despavoridos, los veía alrededor pero debido a la presión a la que se veían sometidos se me hacía casi imposible reconocerlos, pues tenían un comportamiento huidizo que les hacía irreconocibles.

La niebla de color gris y de olor especial invadía las calles, convertidas en invisibles e impersonales. La niebla espesa cubría los árboles y los edificios lo que nos daba la posibilidad de caminar sin reparar en nadie, ni en nada.

Poco a poco los recuerdos, camuflados entre la niebla, como si de fantasmas se tratasen fueron acercándose. Especialmente aprovechaban los días de niebla túpida para compartir lo vivido en el pueblo, sin miedos, ni prisa alguna. En estos días fríos es cuando se sentían más seguros y descuidaban las medidas de seguridad.
Pasados unos meses abandonaron la forma de espíritu para entremezclase entre la multitud como el resto de personas, pasando desapercibidas para el resto de los transeuntes.

Un día, de repente, la ciudad tomó vida, apreciamos el movimiento de la ciudad, amaneceres solitarios, edificios fríos y huecos que iban tomando vida con el ajetreo de personas y coches, nos acostumbramos al ruido y bullicio de los anocheceres, para dar paso a las luces de los escaparates.

Gracias a los recuerdos fuimos capaces de retomar el ánimo para resistir e ir creciendo en aquellos lugares tan inapropiados para semillas tan especiales…

Letras dedicadas a todos aquellos que por una u otra razón han tenido que dejar el pueblo en busca de una vida distinta…

Gerardo Luzuriaga