2009-09-23

Un Pueblo, una vivencia


El hijo mayor del pastor, que había llegado al pueblo hace unos meses, el que siempre andaba descalzo y con pantalones llenos de petachos, cogió una piedra y se la tiró a un gato negro tuerto, no antes de echar una mirada medio insultante y desafiante a los que estabamos al otro lado de la calle, el gato antes de que la piedra saliese de la mano de un salto se escondió en el zarzal junto al camino.

Nos encontrábamos los cinco niños del pueblo que teníamos menos de cinco años o recién cumplidos jugando al hinque en un lodazal de al lado del frontón, cuando de repente oímos el chirrido del carro de bueyes de Feliciano, que subía por la cuesta del carbón. Todos a una dejamos los hinques como estaban y nos dirijimos corriendo hacía el carro. Al pasar junto a nosotros Felipe, no sin realizar un gran esfuerzo, logró subirse al carro, y poniéndose a pie juntillas logró llegar a lo alto de las camportas, cogío cinco racimos de uvas, y uno a uno nos lo fue echando desde el carro. En un santiamén se tiró del carro, sin que Feliciano que iba delante de los bueyes se diese cuenta de nada.

Grano a grano fuimos dando con las uvas que habíamos robado. Cuando estábamos en esas se nos acercó la mujer de Feliciano a echarnos la bronca. Cualquier día de estos os va a suceder una desgracia, nos reprendió la mujer vestida toda de negro y que llevaba un pañuelo oscuro tapando el moño de la cabeza. Sin hacerle excesivo caso, nos encaminemos hacia la escuela a esperar a que saliesen los niños al recreo.

No pasaron más de cinco minutos cuando se oyeron las pisadas y las carreras de los niños escaleras abajo. Félix fue el primero en salir, como si dentro del recinto le faltase el aire para respirar, detrás venían todos, también los de nuestra edad. Estuvimos con ellos la media hora de recreo, y una vez que volvieron a subir las escaleras oscuras de la escuela, los cinco fuimos a intentar buscar los gatos recién nacidos a la casa de Pedro.

La casa de Pedro era grandísima. En la fachada principal tenía dos puertas de entrada, una para la casa y otra para el corral. Tenía tres pajares y otro corral contiguos a la vivienda, con puertas exteriores; pero que a su vez se comunicaban todas las dependencias desde la propia vivienda. A decir verdad, no sabíamos por donde empezar a buscar; ya que los gatos aunque normalmente vivían entre nosotros en las dependencias habitadas, a la hora de tener las crías buscaban los lugares más escondidos y fuera de nuestro alcance.
Probemos en el pajar donde se guarda la trilladora, dijo Pedro. Una vez atravesada toda la casa llegamos al otro extremo de la vivienda, tras una búsqueda de más de una hora por todos los rincones, nos dimos por vencidos, ya que antes de que nuestros hermanos llegasen a casa lo debíamos de hacer nosotros. Al salir a la calle nos dimos cuenta que nuestra ropa estaba completamente sucia, aunque intentamos sacudirnos los unos a los otros, a más de uno nos castigaron sin salir por la tarde.



Por lo menos llegamos a casa antes que nuestros hermanos. Nada más llegar comenzamos a realizar las labores cotidianas que teníamos asignadas antes de que llegase padre, llevar las vacas al abrevadero, limpiar las cuadras, bajar agua fresca de la fuente, traer la paja para las camas de las vacas, subir las berzas del huerto para los cerdos, a mí tocó poner la mesa. Para cuando llegó nuestro padre, ya estábamos todos en la mesa, también los abuelos, ya que nuestra madre los había traido de la sombra donde habían estado sentados casi toda la mañana.
Salimos todos de casa, bien peinados. Salí el tercero detrás del hermano mayor, a ver si pasaba desapercibido, y a la madre se le olvidaba el castigo que me había puesto antes de comer. Para entonces nuestra madre ya tenía la cabeza en otros asuntos.
Felipe, Gerardo, Pedro, Alfredo y yo seguimos buscando los gatitos. He andado vigilando a la gata, nos dijo Pedro, pero que sepáis que los gatos son bastante más inteligentes que las personas. Ya sabéis que como barrunten algo, son capaces de llevarse los cachorros al monte, me ha dicho mi padre que no es la primera vez que lo ha hecho. ¿Bueno, que os parece si miramos en el granero?

Era una gozada andar revolviendo en el granero de Pedro. Todos los graneros guardaban los secretos de las casas. Allí estaban bien guardadas las ropas viejas, camas antiguas, utensilios pequeños en desuso de la labranza, cencerros, collares... los chorizos y las morcillas colgadas en las latas, las tinajas de lomo y chorizo en aceite... allí también se guardaba el grano... También estaba el horno... Para cuando nos quisimos dar cuenta, los hermanos de Pedro ya habían llegado de la escuela, con lo que cada uno nos fuimos lo antes posible hacía nuestras casas.

Cuando llegué a casa, mi madre le dijo al hermano mayor, me ha parecido oír maullar a unos gatos recién nacidos en el rincón de la cocina vieja donde se guardan los sacos vacíos, al lado de la vieja alacena. Muy bien mama, le respondió nuestro hermano, en cuanto traiga la paja para los caballos me encargo de ello. Pasado un cuarto de hora, apareció mi hermano con un saco vacío de trigo. Cogió los gatitos, los metió en el scao y salió de casa. Le seguí de cerca, sin que me viese, siguió hasta el cementerio, dio la vuelta por fuera, se escondió en la parte de atrás del muro, para volver de nuevo cinco minutos después con el saco vacío de nuevo.
A las ocho y media de la mañana nos despertó nuestra madre. El que no vale para nada siempre dispuesto y el resto duerme que te duerme, murmuró mi madre al verme aparecer en la cocina. Venga, vete ahora mismo a la cama. !Qué vas hacer toda la mañana con este frío! Lavada la cara en la fregadera, el pelo bien remojado, y después de haber tomado un buen tazón de leche de cabra con sopas, y el pelo bien repeinado por nuestra madre salieron para la escuela todos los hermanos y hermanas.

¿Mamá cuando podré ir a la escuela?
El año que viene, cuando cumplas seis años.
¿Tienes muchas ganas, O qué?
No, no, que va.
Cogí las zapatillas, y sin atar salí corriendo a la calle, a la vez que le decía adiós a la madre. ¿Pero a donde vas tan temprano? Me gritó mi madre, cuando ya estaba en la otra esquina de la calle. Voy a llamar a Pedro. Ven aquí, todavía no estará ni despierto. En balde, ya no oía los gritos de mi madre, ya que para entonces había dado la vuelta a la esquina y había comenzado a subir la cuesta hacía casa Pedro.

Cinco minutos después ya estabamos compitiendo con los corronchos y los ganchos por las calles. Cualquier obstáculo – una piedra, un palo, una huella de caballo, vaca o cabra- era suficiente para que el aro se fuese al suelo, y tuviesemos que enganchar de nuevo el aro.

Por aquellos tiempos no pensábamos más que en nuestra chabola, todo el día andábamos de un lado para otro buscando aparejos para construirla. Aquel día también, como otros muchos se quedó al mando de la casa nuestra hermana mayor, y aunque no tenía más que 12 años y tenía que ir a la escuela, eran muchos los días que no podía hacerlo. Aquel día también siguió al pie de la letra lo ordenado por nuestra madre. Ayudado por el bastón y por nuestro hermano mayor sacó al abuelo al cobertizo, desde donde controlaba todo lo que ocurría en la calle. La abuela, como si notase la falta de su hija, aquel día andaba mucho más nerviosa que de costumbre, iba de un lugar para otro, repitiendo una y otra vez la misma frase. De vez en cuando se acercaba hasta la puerta del granero, la abría y ante la gran oscuridad que aparecía ante ella, volvía medio asustada de nuevo a la cocina.

Aquella misma tarde nos enteramao de que Tere y su familia se iban del pueblo para siempre a la ciudad. Aquel día la tristeza y la pena nos invadió. Yo no me quiero ir, nos comentó Tere con las lagrimas en las mejillas, pero nuestra madre nos ha dicho que en este pueblo no tenemos porvenir alguno, que en la ciudad estudiaremos y seremos alguien en la vida. ¿Pero qué nos falta aquí? Tenemos de todo, somos felices... Los cinco dejamos las vendas, las tijeras, el alcohol y el resto del material que teniamos entre manos para sentarnos alrededor de Tere e intentar consolarla.

La despedida y la marcha de Tere y su familia fue un gran golpe, y no creo que solo para nosotros. De un día para otro dejaron la escuela 6 niños de la misma familia. Anque no fue esta la primera familia que se iba del pueblo, nos dejó un gran vacío, que nunca se llenó. De aquel día en adelante, por lo menos para nosotros, el pueblo no fue lo mismo, aunque no fuese más que por que todos teníamos presentes que un día u otro nos podía ocurrir lo mismo, y desde aquel día vivimos y tuvimos que soportar ese miedo.

¿Mamá, también nosotros nos iremos del pueblo?, le pregunté al día siguiente.
¿Tú también quieres irte, o qué?
No, no.
Tranquilo, hijo, por lo menos hasta que vivan tus abuelos no nos moveremos de aquí. Si hasta aquel día había querido a los abuelos, y los había cuidado, de aquel momento en adelante sus molestias y su quejas fueron mi mayor preocupación. Todos los días en las oraciones de la noche rezaba por ellos y por su salud. De todas maneras, la abuela teía una salud de roble, aunque de la cabeza no andaba bien; pero el abuelo además de tener una edad muy avanzada, pasaba de los 85, su salud estaba bastante resquebrajada.

La despedida de Tere fue muy triste, en aquellos días se acercaron una gran cantidad de tratantes, se llevaron los cerdos, los primales y el caballo, a Feliciano le vendieron las dos vacas, el burro y la mayoría de las herramientas de labranza las compró el padre de Pedro, las gallinas y los conejos se las regalaron a un tío soltero que se quedó en el pueblo, las dos cabras se las quedó el pastor. Las camas y los muebles de valor los medio regalaron a un gitano de Logroño.

Tere cogió el autobús entre sollozos, el resto de los hermanos no parecía que estuviesen tan tristes. No se llevaron más que cuatro cajas de cartón y dos maletas hasta arriba atadas con cuerdas de atadora. Por lo que se ve todo lo que tiene valor en el pueblo en la ciudad no vale para nada, o algo así le quise entender a mi padre en una conversación con Feliciano. A tere, le regalamos una pequeña piedra de yeso que cogimos en la yesera de Ceferino. Se la guardó en la mano, mientras se le resbalaban unos lagrimones por la cara. Nos hizo prometer que cuidaríamos de Lur, su perro blanco. Desde aquel día no se separó de nosotros, nos seguía a todos los lugares donde íbamos. Sin embargo, por las noches desaparecía para ir a dormir donde lo había hecho hasta entonces, en un cobertizo delante de la casa de Tere.



Un día el abuelo comenzó a toser, con una tos profunda y continua, había cogido la tos ferina. Por la noche le subió la fiebre hasta casi 40 grados. Al día siguiente no se levantó de la cama. Me pareció ver a los padres preocupados por su salud. A eso de las seis de la mañana el hermano mayor salió a pie a avisar al médico, y aunque ninguno de los hermanos nos enteramos, pues para cuando se levantaron para ir a la escuela ya estaba de vuelta, algo extraño nos pareció percibir. Mis hermanos se despertaron y se vistieron casi sin meter ruido, tanto que yo no me desperté hasta que ya estaban todos desayunando en la cocina. Nada más salir al pasillo mi madre me dio un beso y me ordenó volver de nuevo a la cama, pues todavía era muy temprano.

Unas horas más tarde, cuando ya los rayos del sol iluminaban el pasillo, me pareció oír las voces de la madre de Pedro y de otras mujeres del pueblo. Allí estaban en la cocina tomando un tazón de café con leche, y charlando amigablemente. Desde la cocina se oía la respiración fuerte del abuelo. Después de desayunar, me acerqué a su habitación, le agarré la mano, y le di dos besos. Tenía los ojos relucientes, me echó una sonrisa y cerró los ojos por un instante.

De dos saltos me encontré en la calle. Oí los chillos de mi madre. Sin entender nada, le contesté. Si, si mamá a la hora de comer haré todo. Como un relámpago estaba ya con los amigos, sin haber llegado a donde ellos me preguntaron por el abuelo. No te preocupes, ya verás como se cura, me comentaron. Serían las once de la mañana cuando vimos subir por la carretera del carbón la vespa del médico.

Hoy el abuelo ha dormido muy bien, oí a mi madre decirle a mi padre. Parece que va mejor la pulmonía. Aquel día estaba mucho más tranquilo y casi no tosía. Cuando me acerqué a la habitación estaba tumbado boca arriba, escabullido entre las sábanas y mantas bien alisadas y en orden. Me acerqué y le di dos besos, ni se inmutó, ni tampoco me devolvió la sonrisa de otros días.

Aquel día nos pasamos toda la tarde en la chabola jugando a médicos. La enferma era Mari Carmen, yo el médico, Felipe el practicante, Pedro y Gerardo los familiares. Parecía que Marí Carmen no tenía nada grave, pero si tenía un gran trancazo, con una gran fiebre que no le permitía levantarse de la cama por lo menos hasta que la visitase el médico.

Pedro y Gerardo barrieron lo mejor que sabían la cocina y la habitación. Igualmente limpiaron con jabón y secaron con un trapo blanco los cacharros que se habían amontonado en la fregadera.


Pedro y Gerardo barrieron lo mejor que sabían la cocina y la habitación, limpiaron con jabón y secaron con un trapo blanco los cacharros que se habían amontonado en la fregadera.
Abre la boca, saca la lengua, le dije mientras le tomaba el pulso en la muñeca. Tiene una gran fiebre. Le oscultaré bien, no sea que tenga cogidos los bronquios. Quítate el jersey, súbete la blusa, un poco más. Sin mirarle a la cara, le puse el aparato de medir la respiración en la espalda. Toma aliento, échalo… Lo que me temía tiene bien cogidos los dos pulmones, pero tranquilos con estas inyecciones pronto se curará. Cada día hay que ponerle una inyección, le conviene beber mucho agua, y para bajar la calentura que esté bien tapada en la cama, por lo menos los cuatro primeros días. También se le aplicarán dos ventosas en la espalda. No es grave, pero es mejor prevenir para que no tenga consecuencias.
Dos horas después apareció el practicante. Mientras hablaba con Pedro, puso la jeringa, y la aguja a hervir. Nada más ver la jeringa Mari Carmen se puso nerviosa. Date la vuelta, le dio dos palmadas en el culo, y de un golpe seco le puso la inyección. Llegó la hora de la comida y de la siesta. Con la excusa de que el calor y el sudor era conveniente para la enferma el médico se convirtió en esposo, y uno junto al otro echamos la siesta.
Para cuando el resto de los niños salieron de la escuela, ya estábamos esperándoles. Al llegar a casa nos encontramos en el portal a nuestra madre. Algo había sucedido, ya que tenía muy mala cara. El abuelo había fallecido un rato antes. A los hermanos pequeños no nos dejaron entrar a verlo, los mayores pasaron delante de nuestra madre, y a la salida comentaron que estaba más guapo que de vivo, con la chapela y la cara resplandeciente. Aunque le dimos la pelmada a la madre para entrar a la habitación no nos lo permitió.
Pasados unos meses, el día después de Santa Lucia, Gerardo nos comentó que había oído en su casa que muy pronto iban a hacer las maletas y que se iban a trasladar a la ciudad.
Esa misma tarde, sin perder tiempo, le pregunté a mi madre, si era verdad que la familia de Gerardo también se iba a ir del pueblo. Y mi madre me lo confirmó.
El año que viene, pasadas las navidades han decidido irse a la ciudad, me dijo sin darle excesiva importancia.
¿Pero que van a hacer con el abuelo y el tío soltero mayor que viven con ellos?
Crescencio y Mauricio se van a ir con ellos. Ya lo tienen todo decidido y pensado.
¿Mamá, nosotros no nos iremos, verdad?
No te preocupes. Por lo menos estaremos aquí hasta que viva la abuela. Eso es lo que dice tu padre, y así se hará, ya sabes como es tu padre.
Me pareció que mi madre ponía como excusa al padre, pero que ella tampoco tenía ninguna gana de comenzar una nueva vida lejos de estas tierras. Ya que me comentó que no veía a mi padre lejos de los animales y del monte. Tranquilo hijo, tu padre vive contento aquí y le costará mucho decidirse a dejar todo esto. Le va a costar mucho más de lo que parece abandonar el pueblo y las tierras. No os distéis cuenta que cuando se fue la familia de Tere no fue capaz ni despedirse de su mejor amigo. Tu padre seguirá el camino de su padre, y morirá aquí.


Con el comienzo del nuevo curso los tres amigos inseparables y de la misma edad – Felipe, Pedro y Alfredo- con Encar, Maria Jesús, Alfonso y Mikel, un año o dos años más jóvenes que nosotros nos preparamos para la primera comunión. Aquel día se acabó la libertad e independencia. La ilusión con que comenzamos, no duró más que los cuatro primeros días, al quinto no resistíamos más, especialmente Felipe y yo. No Había manera de aprenderse de memoria lo que el cura nos repetía una y otra vez. Después de la escuela, debíamos de estar en el pórtico esperando a don Javier con la ropa y las manos limpias. Y con la doctrina del día anterior bien aprendida, ya que el menor despiste, o algún olvido equivalía a recibir un pellizco difícil de olvidar. Por fin llegó mayo, e hicimos la primera comunión. Y más tarde las vacaciones. Y algo más tarde, casi de seguido la vuelta a la escuela.

Con la llegada de las lluvias, a primeros de octubre cruzamos de nuevo la puerta chapeada de hierro de la escuela. Un día lluvioso de aquel octubre a Felipe y a mí se nos ocurrió no aparecer por el catecismo. El cura mandó al resto de los chavales en nuestra busca, en vano, no fueron capaces de dar con nosotros, aunque recorrieron todos los rincones del pueblo. Don Javier furioso llamó a nuestras madres, para ponerlas al tanto de nuestra trastada. A la hora de cenar, nuestro padre me mandó a la cama sin cenar, no antes de echarme una gran bronca y darme dos buenos sopapos. A la vez que me dijo espero que sea la última queja por parte del maestro o del cura. Llorando me fui a la cama.

El siguiente día don Javier ya estaba esperándonos en la puerta de la iglesia, nada más llegar, sin mediar palabra, me dio una bofetada con la mano abierta, que me tiró al suelo, me levantó de las orejas, y así me llevó hasta la sacristía, donde estaba sentado, blanco como la pared y sollozando Felipe. La doctrina con sangre entra. Y bien que nos entró de aquel momento en adelante.

Por aquellos días, la abuela estaba más alterada que de costumbre, desde que se puso la electricidad en el granero, subía a todas las horas a dejar comida y a charlar con su hijo que solo existía en su mente. A veces le seguía agazapado detrás de ella, medio escondido para escuchar sus conversaciones. Manuel, sal que no hay nadie en casa, es de noche, en la calle tampoco anda nadie, y la puerta de la calle está bien cerrada, decía en voz baja para que nadie le escuchase. Come este jamón y bebe un trago de vino. Sal tranquilo, y siéntate un rato a mi lado. ¡Pero que delgado estás!, toma come y bebe un poco.

Me faltó el tiempo para preguntar a mi madre a ver quién era el tal Manuel. Me dijo que así se llamaba el hermano menor de mi padre, que había sido asesinado en la guerra civil.

¿Dónde lo mataron?
Es mejor no revolver esos asuntos. Me dijo seriamente. Un día, te enterarás de todo. Pero todavía eres un niño. ¿Te han dicho algo tus amigos, oh?
No, no. Esta tarde le he oído a la abuela en el granero, llamar una y otra vez a Manuel.
Pobre abuela.

Al día siguiente intenté sonsacarle algo a la abuela. Imposible. ¿Abuela, donde está Manuel?
¿Manuel?, ¿Qué Manuel?
Manuel, Manuel repitió, siguiendo la misma retaíla de siempre, para seguir repitiendo una y otra vez las mismas frases de siempre sin sentido aparente alguno, sin callar ni un solo momento, era capaz de hablar y hablar durante horas y horas cosas incongruentes y sin relación alguna.

En la segunda mitad de febrero, recién cumplidos los ocho años, experimentamos la llegada del inspector a la escuela. La maestra estaba nerviosa, rondaría ya los 68 años, y aunque a pesar de que llevaba como maestra del pueblo más de cuarenta, se le veía muy intranquila. Aquellas dos semanas nos trató con una paciencia, y hasta con un cierto cariño que no era habitual. También nosotros no nos comportamos como de costumbre, sino que había un silencio y una tranquilidad que tampoco era lo habitual. Un martes a las 10 de la semana se presentó un hombre alto de unos 55 años, lo que más nos llamó la atención fue su bigote y el maletín negro que llevaba en la mano. Estuvo unas dos horas en la escuela, nos hizo unas cuantas preguntas, y como vino se fue. El caso es que este año fue el último que dio clase la maestra, ya que no le dejaron continuar al año siguiente, ya que al finalizar el curso, llegó una carta al ayuntamiento notificando su sustitución.

Pasados unos dos meses, se acercó por la escuela un cura escolapio. Llegó con un automóvil rojo. Un cura también alto, delgado, de piel blanca, de manos largas y blancas, con una nariz puntiaguda, y de un hablar suave y tranquilo. No tendría más de 35 años. Nos reunió a todos los niños de 8 años hasta los 10 en la iglesia, nos tuvo más de dos horas contando las maravillas del colegio que tenía la Orden en Estella, nos entretuvo con anécdotas, y también mencionó la importancia de la cultura para salir del ambiente cerrado de los pueblos. Nos entusiasmo todo lo oído. Luego pasamos uno por uno a hablar personalmente con él. Salimos con los bolsillos llenos de caramelos, y al despedirse nos regaló tres balones de plástico duro.

Nos quedamos tan ilusionados con las maravillas que nos contó y también con su forma de tratarnos, que Pedro, Felipe y yo, los tres a la vez nos comprometimos a ir el año siguiente de postulantes al colegio. Es decir que nos apuntamos al seminario para curas. Contento volvió Julián Lara, que así se llamaba, al colegio una vez que había conseguido convencer a tres niños par convertirse en futuros curas.

Desde aquel día en adelante el pueblo, y especialmente nosotros, ya no fuimos los mismos. Este cura con cara de santo, del pueblecito de Madrigal del Monte, de la provincia de Burgos, consiguió cambiar el pueblo en una sola mañana. Los balones consiguieron separar a las chicas de los chicos. Desde par de mañana los chicos no pensábamos más que en le dichoso balón. Dejamos de jugar y andar todos juntos. Las niñas iban por un lado y nosotros por otro. Hasta el juego de la pelota lo adaptamos como campo de futbol, preparamos dos porterías y todo. Olvidamos a Retegi, Txitxan, Azkarate y comenzamos a idolatrar a Zoko, Gento, Amancio, Pirri. Nos hicimos todos del Madrid.

Nuestros hermanos mayores siguieron jugando a la pelota. Los domingos después de misa, una vez jugados los partidos oficiales, seguimos jugando al punto, pero sin el mismo interés que lo hacíamos anteriormente, además de que este era el único momento en que empleamos el juego de pelota para jugar a pelota.
El fútbol fue nuestra pasión, a decir verdad, los únicos que se salvaron y aborrecieron el fútbol desde el primer día fueron: Félix, Jabier, Bego y Balen, que siguieron con las mismas costumbres de siempre, y gracias a ellos sabemos lo que sabemos…


De nuestros amigos y amigas mayores aprendimos todo lo que sabemos hoy. Anduvimos junto a ellos vigilando los pájaros, barruntando donde ponían sus nidos, donde iban a beber agua, conocimos sus costumbres y su forma de volar. Controlábamos todos los árboles, bojarrales y zarzales de los alrededores del pueblo, igualmente de ellos aprendimos a distinguir todos los pájaros tanto por su plumaje, como por su vuelo, como por sus cantos.
La segunda semana de agosto, un martes, Felipe, Pedro y yo recibimos una carta de las Escuelas Pías de Estella. Una carta oficial con el sello de los Escolapios en la cabecera, donde nos anunciaban que habíamos sido admitidos en el colegio para cursar los estudios. Padre leyó en alto para toda la familia aquella carta mecanografiada. Mientras padre leía la carta toda la familia tenía puesta la mirada y la antención en mi, como si de algo importante se tratase. La abuela también tenía clavada la mirada en mi.
Dos semanas más tarde llegó otra carta, en la que se detallaba que es lo que debería llevar para el curso. Dos pares de mudas, dos pantalones, dos camisas, ropa nueva para los días de fiesta, unas zapatillas y zapatos, un jersey y dos batas de rayas azules y blancas, los cubiertos marcados con mis iniciales. Padre nada más comenzar a leer esta carta me la pasó para que se la leyera a madre, sin darle más importancia.
Una de los últimos párrafos acababa con que el 28 se septiembre, jueves, deberíamos ingresar en el colegio. Cuando llegó el día cogimos la estellesa en Nazar y con nuestros padres llegamos a Estella, fuimos andando y en completo silencio durante los escasos 200 metros que hay de la estación de autobuses a la puerta de rejas de hierro del colegio, en la puerta de los barrotes de hierro nos dio la bienvenida un cura joven con pinta de viejo, que llevaba unas gafas oscuras, en el pueblo no estabamos acostumbrados a ver este tipo de personas, de piel blanca, de gran frente, el pelo peinado a raya a un lado, mojado como los niños de siete años del pueblo cuando los mandaban las madres a la escuela. Era el padre Félix, el cual nos atendió amablemente.
Una vez cerrada la puerta de rejas atravesamos el patio, lleno de niños de nuestra edad, todos serios y en silencio clavadas sus miradas en los nuevos postulantes, es decir en nosotros tres, Felipe, Pedro y yo. Aunque habría unos 200 niños el silencio era sepulcral, atravesamos por un jardín muy bien cuidado en el que con el seto se habían modelado las figuras de varios animales.
El padre Félix nos acompañó hasta el dormitorio, una habitación corrida para 200 niños, una cama junto a la otra, separada por unas tristes mesillas de noche. El padre Félix nos distribuyó por el dormitorio, a Felipe lo dejó a la entrada del dormitorio, a Pedro le adjudicó una cama hacía el centro de la sala y a mí me llevó hasta el otro extremo del dormitorio, en un rincón al lado de su habitación cerrada. Cuando me dispuse a hacer la cama, un estruendo removió todo el dormitorio, luego supimos que era la entrada del tren Vasco-Navarro que unía Malzaga con Estella que tenía las vías junto al colegio.
Le costó llegar la noche a aquel primer día, igualmente costó que amaneciese, casi no pude dormir, en un dormitorio junto a doscientos niños, cabeza con cabeza. Por fin a eso de las seis y media el padre Félix recorrió los pasillos dando palmadas, con lo que nos levantamos todos a la vez, y nos dirijimos a los lavabos con la intención de lavarnos un poco la cara y peinarnos, una vez hecha la cama nos pusimos en fila y nos llevaron a misa.
El siguiente día, y también los siguientes días fueron interminables e insoportables. Felipe, Pedro y yo pasábamos todos los recreos juntos, no nos separábamos para nada, hasta que un padre de los que estaba dando vueltas por el patio se nos acercó y nos prohibió seguir los tres juntos. Con una sonrisa y unas dulces palabras nos recomendó que nos separásemos y nos pusiésemos a jugar con el resto de niños.
Pasados diez días comenzaron a llegar niños algo mayores de los cursos superiores, primero llegaron los de primer curso, luego los de segundo y por fín los mayores de tercer curso. El ambiente cambió por completo. El patio se convirtió en un enjambre de niños ruidosos y gritones. Alrededor de 400 niños de todos los pueblos de alrededor nos juntamos en el Colegio de Estella. Comenzaron también a verse nuevos curas, a cada cual más desagradable.
Felipe desde los primeros días no era el mismo, Pedro y yo tampoco eramos los mismos niños del pueblo, pero el caso de Felipe era distinto. No podía en ningún momento apartar la tristura, la melancolía y la morriña. La tristura se le había metido hasta dentro, había momentos en que no era capaz ni de articular palabra, la depresión le carcomía. No pensábamos más que en la forma de volver al pueblo, en la familia, en todo lo que habíamos dejado en el pueblo, en los animales, hasta recordar los lugares eran motivos de tristeza. Logramos reunirnos en un recreo en un rincón del patio, con el fin de plantear la huida. Nos pusieron en clases distintas aunque todos estábamos en el curso de ingreso. Felipe cada día podía soportar menos el ambiente enclaustrado del colegio. A la segunda semana, un miércoles, no lo vimos a la primera hora del recreo, pensamos que se habría quedado castigado sin salir al patio; pero tampoco apareció en el segundo recreo. Y a la hora de la comida como su sitio estaba vacío se me acercó el padre Félix para indagar que sabía sobre Felipe. Inmediatamente nos envío a Pedro y a mi donde el rector, donde el padre Santiago, un cura que justo nos sobrepasaba en estatura. Sin saludarnos nos preguntó donde estaba Felipe. Después de darnos dos sopapos, y de amenazarnos con que al día siguiente estaríamos con Felipe en el pueblo de no ser verdad lo que decíamos nos mandó directamente a barrer la iglesia y la sacristía, mientras el resto de alumnos salían al patio.
Al día siguiente Pedro y yo tuvimos la tentación de coger el mismo camino que había tomado Felipe; pero no nos atrevimos, el panorama que teníamos en casa a la vuelta no se presentaba nada halagüeño, lo teníamos claro que aunque el ambiente del colegio era insoportable, el miedo a lo que nos dirían nuestros padres, y el castigo que nos iban a poner no nos dejó alternativa alguna. Agradecimos que Felipe no hubiese contado con nosotros para irse, y que no nos hubiera implicado en el plan.

El colegio se fue llenando de postulantes de todos los pueblos de alrededor. Entre un listado interminable he aquí unos pocos, los más cercanos a mi pueblo: Luis Angel Crespo Morentin de Azuelo, Emilio Remirez Yaniz y sus primos de Asarta, Victor Alvarez de Eulate y su hermano mayor, Sainz de Ubago, Alvarez y Carrasco de Mendaza, Monreal y los hermanos Gaston de Mues, Poli Yaniz Eguilaz, Vitorino, Idelfonso Perez y su hermano, los hermanos Barrena de Barindano, Jesus Mari Alvarez de Eulate del mismo Eulate, De los pueblos de las Ameskuas la lista es interminable, lo mismo que de cualquier pueblo al sur de Estella, por lo que no menciono más que alguno que otro, Andueza e Irurzun, Angel Iturri y Echeverria de Aroniz, Jesús Fernandez Echegaray de Muniáin de La Solana, los hermanos Iñigo, y Morras de Sesma, Manolo Lana y los hermanos Alecha de Murieta, Casi de Mendilibarri, los hermanos Acha y Luzuriaga de Nazar, Francisco Lopez de Dicastillo de Oteiza, Fernandez de Torralba, Luis Las Heras, Labeaga, Estenaga, Marrañón de Espronceda, Martinez Orcoz de Aguilar de Codés, en definitiva más de cuatrocientos niños de los pueblos de los alrededores de Estella nos juntamos en el Colegio de los Padres Escolapios.
A decir verdad, la nostalgia de nuestros pueblos nos abrumaba, a unos más que a otros. En las dos primeras semanas más de diez alumnos no pudieron resistir más y optaron por coger el camino de vuelta. Para entonces el patio se había llenado de balones y de niños jugando al fútbol. El patio se convirtió en un hormiguero de niños con batas de todas las medidas, detrás de un balón de plástico duro, ya no había sitio libre, todo el patio estaba ocupado. El patio se parecía más a un manicomio, alrededor de quinientos niños corriendo y gritando, ni el ruido y los silvidos del tren se apreciaban ante tal griterio. Por el contrario cuando la llegada o salida del tren se realizaba cuando estábamos en clase el estruendo era insoportable, hasta las mesas de las clases y las paredes parecía que se movían. !Cuántas veces me llevaron las entradas y salidas del tren hasta el pueblo!
En aquellas noches interminables, me escurría entre las vías y subía de incógnito a los vagones y en un abrir y cerrar de ojos me hallaba en el pueblo entre mis amigos en los lugares más apreciados. Durante el dia, sin embargo no había lugar para la imaginación, desde el primer momento de la mañana todo estaba predestinado, no existía ni un solo segundo de libertad, todo estaba organizado. Desde el dormitorio salíamos alineados en dos filas para la iglesia, de la iglesia al comedor, del comedor a las clases... En un completo silencio y en fila de a uno nos movíamos por las dependencias del colegio, no había nadie que anduviese por los pasillos. Todo era orden y disciplina. A golpe de silvato la gran culebra se movía de un lugar para otro. Un golpe de silvato hacía el silencio total, estaba prohibido hablar en todas las dependencias, el silencio era la marca de la casa, tan solo se nos permitía las conversaciones en las horas de patio, tan solo en el comedor se nos permitía durante unos cinco escasos minutos hablar entre los compañeros, el resto del tiempo un alumno nos deleitaba con trozos de la biblia o el libro de Navarro Villoslada Amaya y los vascos.



Todos los momentos del día vivíamos bajo el estricto control de los padres, verdaderos controladores. No existía ni un solo momento de libertad o tranquilidad, hasta por las noches se paseaban entre las camas hasta que nos dormíamos. Todos los actos del día estaban organizados de antemano. Veinte minutos para lavarnos la cara, los dientes y hacer la cama. Los tres cuartos de hora de la misa cotidiana, el desayuno, dos clases, recreo, otra clase, la comida, recreo de hora y media, otras dos clases, recreo de tres cuartos de hora, las oraciones de la tarde, estudio de una hora, el rosario, la cena, media hora de recreo, diez minutos para limpiarnos los dientes, las oraciones de la noche y a dormir.

Las clases se convirtieron en un infierno, debido a la escasa formación que traía del pueblo, con la primera evaluación llegaron los problemas. Los que no habíamos aprobado, las tardes del domingo nos las pasábamos castigados estudiando y limpiando las letrinas. La metodología tampoco me ayudó en exceso, ya que lo único que se potenciaba era la memoria, en detrimento de la lógica y el razonamiento. Las notas se asignaban de acuerdo al puesto que se ocupaba en el círculo que se formaba para tomar las lecciones, con lo que la competitividad entre los alumnos era un arma potenciada por los profesores.

Echábamos en falta el canto de los pájaros y los árboles del bosque. El paisaje del patio se parecía más a los patios de las cárceles que a un patio de colegio, con grandes muros de cemento que nos aislaban completamente del mundo exterior. El único contacto que teníamos con la naturaleza era el paseo que cada dos semanas aproximadamente realizábamos por los alrededores, todos los alumnos en fila de a dos, sin poder salirnos para nada de la formación, algunas de las veces llegábamos carretera arriba hasta Bearin, los cursos mayores en contadas ocasiones iban a los Llanos a pasear entre los pinos, donde se les permitía correr durante unos minutos en libertad entre los pinos.
Por fin llegaron las vacaciones de Navidad, ya no faltaban más que tres semanas; para entonces ya conocíamos a todos los curas que nos rodeaban, también sus gustos y sus manías. Con la llegada de las vacaciones se comenzo a agudizar la tensión, por el miedo a ser expulsados del colegio. Nadie estaba seguro. La noche anterior pocos fueron los que pudimos dormir. Dos de nuestra clase fueron despedidos, uno el compañero de pupitre.

El año seguía su curso, llegó Semana Santa con sus misas y sermones en los que no dejaban de recordarnos de la existencia del mal y del infierno, con lo que nos tenían en vilo y en un estado de incertidumbre donde a todos nos parecía que estabamos en pecado. Llegaron los exámenes finales, por aquellos tiempos los realizábamos en el Instituto Principe de Viana de Iruñea. Sin problema alguno aprobamos la mayoría con notas increíbles, para el 7 de junio ya estábamos en el pueblo.

Para entonces los curas ya nos habían moldeado a su gusto. La mayoría ya habíamos interiorizado los consejos y las palabras mil veces oídas a los curas. Habíamos sido elegidos por el Señor para ser los salvadores del mundo, el Señor había echado las redes al mar y nosotros habíamos sido los elegidos. No podíamos fallar al Señor, no existía pecado más grave que contradecir los designios del Señor.

Sin darnos cuenta llegó el 3 de octubre. De nuevo atravesamos la puerta de barrotes de hierro. Así pasamos los años, sin cambios reseñables, a excepción de dos detalles, la desaparición del tren que unía Estella con Malzaga, y que de año en año el número de alumnos de clase iba disminuyendo, bien porque alguno se iba o más bien porque eran expulsados.



Fue la época en que empezábamos a pensar en las chicas y a verlas con ojos diferentes. La mayoría de nosotros habíamos echado los ojos a una forastera, tal vez la única razón fuese que no era del pueblo. De todas formas fue el momento en que todos intentábamos conseguir una sonrisa, unas palabras agradables que nos hiciese sentirnos como pavos engalanados. Casi todos comenzamos a sentir algo por las chicas. La llegada de las fiestas de los pueblos coincidió con los primeros bailes. Aquel verano cambió el sentir que teníamos con las chicas, sin darnos cuenta comenzamos a apreciar los encantos de las chicas, que hasta entonces las habíamos considerado como a cualquier otro de nosotros.

Llegó el fin de las vacaciones, no sólo nosotros nos entristecimos, también los que se quedaban en el pueblo sentían nuestra marcha. Intentaron por todos los medios convencernos para que no volviésemos al colegio. Pero el destino estaba ya echado, al siguiente día ya nos vimos atravesando la puerta del colegio de Estella. El cual constaba de dos partes completamente diferentes, una vieja casi en estado calamitoso, y otra parte recién construida de ladrillos rojos. Aunque el colegio estaba ubicado en el centro de Estella, al lado de la estación de autobuses y de trenes, nosotros nos encontrábamos aislados, el patio al que teníamos acceso estaba completamente rodeado por los muros del colegio y los muros que separaban a un colegio de monjas de cláusura.

De nuevo comenzaron las filas, a la hora de lavarnos por la mañana, a la hora de ir a los servicios, ya que tan solo contábamos con cinco letrinas en un extremo del patio y otros tantos urinarios, a la hora de ir a misa, a la hora de comer, de entrar en las clases...

No se nos hizo sencillo pasar de la libertad del pueblo a aquel régimen, en que absolutamente todos los movimientos del día estábamos controlados. Lo único que me aliviaba era dejar discurrir la mente, adentrarme aunque solo fuese en pensamiento en el ambiente del pueblo. Correr por las calles con los chicos y las chicas o imaginarme en la cuadra de casa contemplando las vacas en el pajar o en el huerto, jugando en el viejo carro de la era, azuzando a las gallinas, intentando que el choto del rebaño nos siguiese. Por desgracia, cualquier ruido era suficiente para devolverme a la triste realidad, y encontrarme cara a cara con las gafas oscuras del cura, cuidador de turno.

Tenía que hacer verdadero esfuerzo para no entretenerme en este tipo de pensamientos, ya que la vuelta a la realidad no me compensaba los momentos vividos.

La mayoría de los padres no tenían nada de especial, se puede decir que todos parecían cortados por los mismos patrones. Poco habladores y bastante distantes, a la vez que amargados. Todos de la misma ideología. El hermano Emiliano y el padre Dámaso, en cuanto al trato rompían la norma, al igual que el padre Jualián Lara, por todo lo contrario, aquel padre que iba de pueblo en pueblo buscando postulantes, con cara de santo y apacible, en el colegio era el azote de los alumnos, cualquier excusa era suficiente para ganarse un buen soplamocos.

Las reglas de colegio no eran otras que el orden, la disciplina y la obediencia. Todo teníamos prohibido, sin olvidar los castigos, bien porque nos salíamos de la fila, bien porque nos pillaban hablando, bien porque nos reíamos, bien porque teníamos las manos metidas en los bolsillos… Cualquier motivo era suficiente para encontrarte con cualquier castigo inesperado.



Recuerdo aquel jueves por la mañana, en la clase de física, la anterior al recreo, de repente se hizo el silencio, todos me miraban, lo único que tengo claro es que estaba pensando en el perro de casa, por lo visto el profesor me había hecho alguna pregunta relacionada con el tema, y yo ni me había enterado. Todo acabó con el castigo de no salir a los recreos en toda la semana y copiar una frase interminable 500 veces.
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Por aquellos tiempos, es cuando comenzaron las verdaderas luchas personales, ya que la situación que vivíamos era del todo antinatural, en un ambiente enrarecido durante los meses que permanecíamos en el convento , en contraposición de lo que vivíamos en pueblo durante las vacaciones, aunque siempre bajo la espada de Damocles, ya que en más de una ocasión pedían información de nuestro comportamiento a los curas del pueblo respectivo.

Así las cosas, existía una gran contradicción entre el comportamiento en el colegio y los meses de vacaciones. El sufrimiento que estas contradicciones generaban las llevábamos guardadas en el interior y las soportábamos con bastante estoicismo. Ya que por un lado creíamos a pie juntillas en lo que los curas nos inculcaron, pero por otro lado durante los meses que permanecíamos en el pueblo no nos diferenciábamos en exceso del resto de los muchachos.

En cuanto a la comida, aunque no era escasa, tampoco es que fuese de una gran calidad. Para primer plato teníamos potaje, todo lo que quisiésemos. El segundo plato no pasaba de tres ronchas de chorizo Pamplona, salchichón o mortadela, para merendar un trozo de pan con una onza de chocolote que más se asemejaba a un trozo de arena, para cenar una sopa sin mucho fundamento, pescado de río frito de abundantes espinas, o dos huevos fritos tres horas antes de servirlos. El postre no variaba, tres galletas marías.

De las labores de la cocina se encargaban dos hermanos, el hermano Mauro y el hermano Alejandro, ya tenían mérito preparar la comida para unos quinientos seminaristas y unos 35 curas. Los dos eran dos tiarrones, de pocas palabras, y no muy agraciados, se asemejaban a los legos de las novelas de la edad media. Alejandro se caracterizaba por su sonrisa permanente, pero sin embargo no era capaz de ordenar cuatro frases seguidas, era el ayudante de cocina. Mauro, el encargado y señor de la cocina, rondaría los sesenta años, por alguna razón extraña que nunca comprendí, ni tampoco pregunté era el único de la comunidad que vivía fuera del convento. En los cuatro años que coincidimos en el colegio, tan solo dos veces le vi hablando con alguien, la primera vez con Valeriana, una mujer de mi pueblo, Nazar, que por lo visto era su prima, y otra vez conmigo cuando una de las tantas veces que pasé por la cocina en busca de la leche para los enfermos se acercó hacía mi y me preguntó con una voz grave por su prima Valeriana y su marido Ceferino. Me sorprendió que se dirigiese a mí, ya que habitualmente me saludaba con un movimiento de cabeza bastante inexpresivo, como siguió haciéndolo en adelante.

Pasaban los años, las vacaciones y también los cursos, hasta que llegó el momento de comenzar el tercer curso, último curso que realizábamos en Estella

Desde mediados de septiembre el pueblo se rodeó de una cierta tristura. A los que teníamos que marchar nos entró una especie de morriña, a la vez que a los que se quedaban se les notaba una cierta melancolía, especialmente a las chicas. Los días soleados de verano dejaron paso a los días grises y apagados de septiembre. Las últimas tardes las pasamos de lado a lado del pueblo, probando las moras y las uvas todavía sin madurar acompañados por los débiles rayos del sol, y el sueva aire que nos recordaba que el día de volver al convento se iba acercando. Sin duda, el cambio de color del campo no nos ayudaba a alegrar el ánimo, día a día los campos amarillos se iban convirtiendo en marrón conforme los labradores iban arando las tierras, mientras los jóvenes mirábamos de reojo y con desconfianza a la Estellesa de los jueves, conocedores de que pocas semanas después tendríamos que coger ese mismo autobús para volver al Colegio



En cuatro años pasamos de tres clases a una, ya no quedábamos mas que unos más que 30 postulantes para realizar el tercer curso. La vuelta de vacaciones por razones que no recuerdo fue más fuerte que de costumbre. Sentí la misma sensación de vacío que había sentido las anteriores veces, pero con un grado más agudo. Más que la falta de los objetos materiales que también eché en falta: el pueblo, los amigos, la familia, la casa, los animales… sentí un vacio espiritual, un estado de ánimo en el que nada tenía sentido.


Al comienzo de este tercer curso me nombraron enfermero, con dos ayudantes. Cargo que tenía un gran prestigio en el colegio y una gran responsabilidad, lo que significaba la gran confianza que habían depositado los curas en mí. El hermano Emiliano era el responsable de la enfermería, el cual recetaba los medicamentos y administraba las dosis a cada enfermo. Rara vez acudía el médico. En todo el año recuerdo que nos visitó en dos contadas ocasiones. El control de la fiebre, el resto de cuidados a los enfermos, el reparto de las medicinas, el recuento diario de los enfermos que se quedaban en cama, y la distribución de las comidas a los enfermos… estaban bajo mi control.

La falta de libertad, el orden y la obediencia eran las reglas del colegio, en detrimento de la lógica y el razonamiento. Sin obediencia no se podía llegar a ser un buen sacerdote; aunque os manden barrer las escaleras de abajo para arriba hay que hacerlo, sin pensar en las razones por las las habían ordenado, nos repetían una y otra vez nuestros educadores. El caso es que este régimen tan enrarecido no se circunscribía solamente a los postulantes, si no que igualmente se aplicaba también a los miembros de la comunidad. Por lo que no es extraño que para los alumnos no existiese diferencia entre los curas que formaban la comunidad del convento, aunque en el fondo tuviesen ideas completamente diferentes.

Nuestras conciencias estaban enfermas. Los curas habían conseguido inculcarnos sus traumas. Teníamos prohibido meternos las manos en los bolsillos, dormir con las manos debajo de las sábanas. Ni los pensamientos se libraban de la persecución, los pecados por pensamientos impuros también eran considerados pecados mortales, el razonamiento era sencillo, los pensamientos reflejaban los deseos que teníamos en la realidad. En este ambiente viciado e irrespirable se nos hacía imposible llevar una vida tranquila y normal, la que debería corresponder a niños de 10 a 13 años.

Los sermones, especialmente los de Semana Santa nos retrotraían a épocas medievales, donde la muerte era la protagonista, y se nos repetía una y otra vez la inutilidad de vivir siempre bajo las reglas del Señor, si en el momento más importante, la hora de dar cuentas, la muerte nos pillaba de improvisto y en pecado. Debíamos de aprender del buen esclavo que siempre estaba presto a la llegada de su amo.

Las lecturas de las tardes del mes de mayo, no desentonaban para nada con los sermones de Semana Santa, pero estos con un cierto cariz de santidad pueril y del todo simplones.
Joarkide


La media de edad de los curas era bastante alta, en realidad no existía una gran diferencia en la forma de actuar entre los jóvenes y los de más edad; ya que todos nos parecían de edad avanzada, ya que no existía disparidad entre ellos a la hora de poner castigos o de dar las azotainas. Especialmente en las clases es donde más sufríamos los traumas de nuestros educadores, ya que la educación se basaba en la competitividad entre los alumnos. Entre los profesores, sin duda, destacaba por su salvajismo el profesor de Gimnasia, el único que no sacerdote, se trataba de un sargento del destacamento del cuartel de Estella, nos trataba peor que a los mulos de su destacamento. En cada clase acabábamos un par de alumnos sangrando de las narices, debido a los estacazos que nos arreaba.

El padre Félix, que no pasaba de los treinta años, se destacaba por su mojigatez y su conservadurismo. A pesar de ser de Tolosa y de apellidos euskaldunes, de sus labios no salió ni un solo agur, kaixo, zer moduz… o palabras semejantes en los cuatro años que coincidí con él. Lo cual tampoco era nada extraño para los tiempos en que vivíamos. Hora tras hora se pasaba de un lado para el otro del patio, rodeado de una veintena de alumnos tan tradicionales y ñoños como él, entre los que me encontraba yo oyendo sus gansadas.

De todas maneras, si el trato físico rayaba en los malos tratos, todavía tenía más influencia el trato moral. Como ya he dicho anteriormente, los educadores habían conseguido inculcarnos su forma de pensar, de manera que hasta creíamos a pie juntillas que nosotros éramos los culpables de las desgracias que ocurrían a nuestro alrededor, por no seguir el camino que el Señor nos había trazado o por haber cometido alguna falta irreparable. Los pecados más graves eran los relacionados con el sexo, pero no los únicos, como veremos en adelante.

Para los padres, y claro está también para nosotros el mundo estaba corrompido, el mal campaba en el exterior. El demonio se aprovechaba de todas nuestras debilidades, sus mejores aliados eran los comunistas y las mujeres. He aquí el caso de un chaval de un pueblo de la ribera Navarra, recién llegados de las vacaciones de Navidades no tuvo mejor ocurrencia que enviarle a una amiga una postal en la que dibujó un corazón con los nombres de ambos. Ipso facto fue expulsado, para escarmiento y escarnio del resto de los postulantes, aspirantes a sacerdotes. Por todos los medios debíamos evitar coincidir con las chicas, hasta se nos prohibía hablar con ellas, claro está estas recomendaciones eran para la época de vacaciones, ya que en el colegio las únicas mujeres que tenían acceso eran las dos limpiadoras del comedor.

Igualmente tampoco se nos permitía acudir a las celebraciones festivas, es más a mi hermano no le permitieron asistir a las bodas de nuestra hermana la mayor celebradas en Logroño, debido a que esas conmemoraciones no eran idóneas para los que un día seríamos sacerdotes.


Especialmente los pecados relacionados con el sexo eran lo que estaban considerados como pecados mortales. Los que como mínimo llevaban el castigo de ser echados a las calderas de Pedro Botero para toda la eternidad. Los hechos normales de niños de pueblo de 6 a 10 años eran considerados por los curas como las mayores aberraciones, que de no confesarlos nos encaminaría de cabeza al fuego del infierno. Todas estas historias cercanas contadas en un ambiente especial desde el púlpito, hicieron que nuestras conciencias quedasen modeladas a los gustos de nuestros instructores. He aquí alguna de estas historias. Sucedió a principios del siglo XX, en un pueblecito de Polonia, nos exhortaba el cura desde el púlpito, se trataba de dos hermanos gemelos, los dos eran buenos cristianos, que ayudaban a sus padres y cumplían minuciosamente con la doctrina cristiana. Tal era así que eran la admiración y el ejemplo del resto de los niños y niñas del pueblecito. A los 14 años debido a una desgracia familiar, volcó el remolque en que iban murieron los dos. Uno fue directamente al cielo, el otro sin embargo, para desconsuelo de su hermano, fue enviado directamente al infierno, debido a que no se había confesado un desliz que había cometido en su niñez.

Todos los pecados no eran iguales, aparte de los relacionados con el sexo, nosotros los aspirantes a curas, teníamos otro tipo de faltas que eran consideradas tan graves como los cometidos contra el sexto mandamiento. Y era precisamente, que habíamos sido elegidos para ser los salvadores del mundo por el propio Dios, con lo que romper esa unión se convertía en el pecado más grave y abominable que podíamos cometer. Un jueves un muchacho de Sema decidió dejar el camino del Señor y volver a su pueblo, con sus padres, hermanos, amigos…, con tan mala suerte que la Estellesa en la que iba a la altura de Allo, en una curva se salió de la carretera y tuvo un accidente grave. El accidente tuvo eco, como era lógico en toda la merindad de Estella, pero en el Convento la versión de los curas fue que el responsable y causante del accidente fue el chico de Sesma por haber desobedecido los designios del Señor.
Finalicé el tercer curso sin problema alguno, ni en las notas ni tampoco en lo que respecta a las expulsiones que seguían siendo habituales tanto durante el curso como especialmente con la llegada de las vacaciones.

Llegó el momento de hacer el cuarto curso. Dejamos Estella por Tolosa, mejor dicho por Orendain, un pueblo precioso en las estribaciones del Txindoki. El viaje fue una odisea, de Nazar a Estella, allí cogí la Estellesa para San Sebastián, el viaje duraba casi tres horas. La primera vez que atravesaba la línea de Abarzuza, pasé claro está con el autobús por Ibiricu, al lado de Lezaun, seguimos carretera arriba, atravesamos interminables cercas de piedras con vacas y caballos pastando. Un terreno y un clima que me era del todo desconocido. Llegamos a las ventas de Lizarraga, el túnel, la bajada inacabable con sus curvas de 90 grados del puerto, atravesamos el pueblo de Lizarrabengoa, llegamos a Etxarri Aranaz, donde mi madre tenía unos tíos y primos. Me llamaron la atención las casas unifamiliares de la entrada de Etxarri, y a la salida el paso de las vías del tren. Y de nuevo a ascendimos otro puerto estrecho y cerrad, Lizarrausti, en la cima del puerto nos encontramos con un bar una casa de camineros con un letrero encima de la puerta con estas palabras grabadas:Diputación de Gipuzkoa. Nos adentramos en Gipuzkoa, por Ataún, un pueblo alargado, un barrio, otro y otro más… por fin pasados los pueblos de Lazkao, Beasain, Ordizia, Itsasondo, Legorreta, Ikaztegieta, para llegar a Alegia, donde me bajé en el arcén de la carretera.

De allí me dirigí andando cuesta arriba con una maleta hacia Orendain. Pasé tres curvas, el primer coche que pasó me cogió y me subió hasta el mismo Colegio. Fue un seiscientos blanco, un señor de pelo también blanco con un acento extrañísimo y que no acababa las frases. Al convento vas pues, me dijo. Sí le contesté, y después me estuvo comentando que nosotros si que vivíamos bien, todo hecho y sin preocupaciones. Asentí a todo sin entender en exceso de lo que me quería decir. No fue la única vez que me cogió este señor a dedo en su seiscientos.

Curvas y más curvas cuesta arriba entre arbolado, por fin se abrió el paisaje, aparecieron los caseríos al lado de la carretera, construcciones enormes y bien cuidadas, rodeadas de árboles frutales, especialmente manzanos, y todo verde. Verde y más verde, con sus ovejas, caballos y vacas pastando. En la cima se veía una iglesia y cinco o seis casas juntas. Le pregunté eso es Orendain. Me dijo todo esto es pues Orendain, queriéndome decir que los caseríos por los que estábamos pasando también eran Orendain. Me dejó en la entrada del Colegio.

Primera sorpresa no había puerta, todo estaba abierto, el Colegio estaba en el extremo occidental del pueblo, en la cima, desde donde se divisaba toda la parte occidental del valle. Baliarrain, Gaintza, Abaltzisketa, Larraitz y al fondo a escasos cuatro kilómetros el majestuoso Txindoki. Qué cambio, de la jaula de Estella a los campos abiertos de Tolosa.

Los patios del Colegio no tenían puertas, todo estaba abierto, el campo de fútbol era de tierra, el frontón cerrado y bastante hermoso. Se respiraba una libertad, una tranquilidad y un sosiego que aunque el ambiente no se parecía a nada al pueblo navarro del que iba, había ciertas similitudes que me inspiraron una confianza y una serenidad nada habitual el primer día de haber dejado el pueblo.

Teníamos una huerta, cuidada con esmero por el padre más anciano de la comunidad. En el Colegio estábamos unos 60 alumnos y 6 curas.

Desde el primer día me di cuenta de que no tenía nada que ver con el colegio de Estella, a pesar de tratarse de la misma comunidad. Se respiraban otros aires bastante más liberales. Los estudios los realizábamos con el resto de los alumnos del colegio de Tolosa, en los dos edificios que tenían en la plaza del triángulo, lo que hoy es la casa de cultura y unos edificios modernos que dan al río Oria. Todas las mañanas subía un autobús con los colores y el escudo de la Real Sociedad. Una vez en Tolosa, cada uno nos distribuíamos en la clase que nos había correspondido, como un alumno más del colegio, sin privilegios ni desventajas. Una vez acabadas las clases teníamos tiempo para pasear por las calles de Tolosa, para hablar con la gente, y especialmente los lunes acudir a la plaza del ganado para ver las vacas y los utensilios de los vendedores que se apostaban en los arquillos de la plaza: rastrillos, hoces, horcas, azadones, layas… A las cinco de la tarde nos recogía de nuevo el autobús y nos subía al colegio de Orendaín, donde todavía teníamos una hora y media para hacer deporte, y el resto del tiempo para oír misa, estudio, cenar y las oraciones.

El régimen implantado por la comunidad de padres era de lo más liberal y progresista que se podía esperar por aquellos años del franquismo. Existía plena libertad para exponer nuestras dudas, nuestras vacilaciones y nuestras pedradas. Se acabó el oscurantismo, el miedo y los castigos sin sentido. Se impuso el razonamiento, la cordura y la lógica. Todo se podía discutir. Nuestras lecturas y las lecciones que recibíamos estaban basadas en la filosofía del Concilio Vaticano II.

Sin embargo no fue sencillo despojarnos de todo lo que se nos había inculcado en el seminario de Estella. No fue un cambio radical, si no que fue un proceso bastante largo, y que no todos pudimos desprendernos de las ideas y de lo aprendido en el colegio de Estella. En cierto modo no todos estábamos preparados para romper con todo un pasado que había calado hasta lo más hondo de nosotros. Y por otro lado, tampoco pensemos que la vida en un seminario por muy liberal que fuese, no estaba limitada por una serie de principios que estaban claramente definidos. No olvidemos que estábamos preparándonos para ser futuros sacerdotes.

Los padres nos hacían ver la realidad de la sociedad. La existencia de la pobreza y las calamidades. Fomentaban el gusto por la música y la lectura. Todos los fines de semana reservábamos un tiempo para audiciones de música clásica, y también de música más moderna. Vivíamos conectados con la sociedad del momento, o por lo menos eso nos parecía.

Los profesores en su gran mayoría no eran curas, la excepción eran los curas. Recuerdo a Marcelino, profesor de francés, tal vez el profesor más revolucionario por la forma de dar las clases y por sus explicaciones fue Celorrio, encargado de impartir lengua y literatura que nos cautivaba con las historias del Arciprestre de Hita, las novelas de Cervantes… por lo menos a mí.

Entre los curas, como no citar al coco, verdadero coco para algunos, pero que nunca sobrepasaba la línea que llegase a herir moralmente a los alumnos. Un verdadero psicólogo de la educación, y un gran pedagogo, profesor de matemáticas. No es lugar para citar a todos, pero citaré a Artola, Berdonces, Lesaga, los hermanos Lezaun, Arsuaga… todos ellos cercanos a la doctrina social de la Iglesia. Casualidades de la vida los primeros cursos el profesor de gimnasia seguía siendo un militar, no recuerdo su graduación.

No todo fue un camino de rosas, pues la vida de aspirante a sacerdote tenía sus dificultades, y más de una vez nos preguntábamos y nos preguntaban los encargados de nuestra preparación por nuestra vocación. Una vez al año pasaba el padre Provincial, el cual conversaba unos minutos en solitario con cada uno de nosotros. No era fácil discernir si verdaderamente teníamos la vocación que se nos pedía. Si estábamos dispuestos a comprometernos con la vida sacerdotal, pero todas estas vacilaciones y preocupaciones nos llegaban con cierta naturalidad. Éramos nosotros mismos los que nos planteábamos si realmente esa era la vida que queríamos seguir.

Fuimos pasando los cursos, algunos compañeros nos fueron dejando Monreal, Remirez, Quintana… Los fines de semana los pasábamos en Orendain, teníamos las puertas abiertas para salir al pueblo, a los prados, a pasear por la carretera y por los caminos. A pesar de ello, no teníamos relación con la población. Es más no fuimos capaces de aprender ni una sola palabra de euskera. El único contacto que tuvimos con los habitantes fue alguna vez que acudimos a tomar algo al bar, en algún cumpleaños de alguno del grupo, y dos o tres veces que apareció un grupo de chicos y chicas del pueblo y seis o siete del colegio nos pusimos a jugar con ellos en el campo de fútbol, por lo que fuimos reprendidos y se acabó toda la relación con los jóvenes del pueblo.

En el aspecto de los estudios ninguno teníamos problemas, teníamos todo el tiempo del mundo para preparar los exámenes, y al estar en grupo nos apoyábamos los unos a los otros. Fue el momento en que nos aficionamos a la lectura, aunque los libros de la biblioteca no es que fuesen muy recomendables, aunque si que existía una sección de aventuras y novelas recientes, aunque bastante censuradas. Pero también se nos permitía tener libros particulares, siempre bajo el control de los curas de la comunidad. Recuerdo haber leído los libros de Martin Vigil, Papillon…

Fueron años en que no paraba de llover, los partidos los jugábamos en el campo completamente embarrado. Los días que no se podía jugar a fútbol, y ya nos habíamos cansado de jugar a pala en el frontón un grupo de cinco alumnos nos calzábamos las botas de monte y nos poníamos el chubasquero y nos recorríamos los montes de los alrededores. El Txindoki era nuestro hobby. Lo subíamos desde todas las laderas, una de las rutas que más me gustaba era la de Amezketa, con unas cascadas de cola de caballo impresionantes y las vagonetas de la antigua mina colgadas entre las peñas. Recuerdo un sábado con una nevada de más de medio metro que un grupo de ocho nos fuimos desde Orendain hasta San Miguel de Aralar, la vuelta andando no la hicimos más que cuatro, el resto bajo hasta Huarte Arakil en busca del tren.

Llegó el momento de realizar COU, comenzamos el curso Yániz de Desojo, Iza de Etxarri Aranatz, García de Eulate de Eulate, Barguilla de Iruñea, Esparza de Tirapu, Etxegarai de Muniain de la Solana, y yo de Nazar. Curso que resultó del todo interesante, por de pronto las clases fueron mixtas. La clase se llenó de chicas que venían del colegio de monjas. Estoy casi seguro que no fuimos nosotros los más abochornados con este principio de curso tan inesperado. De todas formas el curso se presentaba prometedor, y lo fue en todos los sentidos. Fue un año de gran confusión. A varios, por no decir a todos los aspirantes a curas nos invadieron las dudas. ¿Tendríamos la suficiente vocación para seguir de sacerdotes? ¿O era un espejismo que nos lo habíamos creído sin hacer una profunda reflexión? Fueron meses de bastante tensión en los que los padres que teníamos al lado nos apoyaron en todo momento, sin aturdirnos en exceso y aconsejándonos con recomendaciones apropiadas, por ejemplo a mí, una vez acabado COU, me recomendaron que fuese un tiempo fuera y que siempre tendría las puertas abiertas…

GerardoLuzuriaga

2009-09-01

Pablo Antoñana Txasko


El creador de la República de Joar, el hombre honesto y sencillo, que había nacido en Viana hace 81 años ha muerto este mes de agosto en Iruñea. El mejor que nadie ha sabido plasmar lo ocurrido en estos pueblos de la Berrueza. Vivió apegado a estas tierras, contando todo lo visto con aquellos ojos penetrantes.
No lo conocí, pero si tuvimos contacto por correo, por correo tradicional. Hasta habíamos quedado para vernos y dar una vuelta por los pueblos de la Berrueza. Eso hace unos dos años, pero no coincidimos, no esperaba que no resistiese más tiempo, creí que era uno de esos hombres de salud inquebrantable, así lo parecía, aunque nunca se dedicó a las labores del campo tenía el aspecto de un labrador curtido, con cejas pobladas y de mirada apacible y profunda. Una veces debido a su agenda y otras a mi dejadez no ha podido ser, ya que cuando le propuse comer y darnos una vuelta por los pueblos de la Berrueza se vio encantado.
Desde que tuve conocimiento de sus obra y sus artículos periódisticos he disfrutado con su lectura. Este hombre con boina amplia ha sabido reflejar la situación social de nuestro valle, es más el acontecer y el vivir de los habitantes de estos pueblos es lo que ha inspirado sus numerosas novelas. Persona ejemplar, hombre de izquierdas, preocupado por todos los aconteceres de esta Navarra tan complicada, incorformista pero comprometido con el día a día, defernsor de la identidad navarra. Molesto por no conocer el euskera, aunque lo estudió ya en su vejez. Ha hecho bueno el dicho de que no es preciso conocer el euskera para sentirse vasco, su literatura lo demuestra.
Estudió magisterio y derecho, sin duda podría haber conjeniado con los de su clase y actuar como uno más. Como uno de esos que no protestan por nada, los que ven la sociedad de color de rosa. Podría haber hecho piña con los curas y los caciques, no en vano se ganó la vida de secretario de varios pueblos como Sansol, Desojo y Mirafuentes.
Nadie se puede hacer una idea de todo lo que le debemos los habitantes de la Berrueza a este personaje, que podría haber sido lo que el hubiese querido, tan solo con no haber criticado tan duramente a los estamentos en el poder, o haberse callado. Nosotros le debemos mucho, pero todavía le deberán mucho más las generaciones venideras, ya que lo que los libros, y artículos escritos será su testamento para cualquier navarro que quiera conocer de cerca la situacion económica y social de la navarra rural del siglo XX.
No te preocupes Pablo, en estas tierras estamos muchos dispuestos a defender tu REPUBLICA DE JOAR libre de moscas, de curas y de guardiaciviles tal como tú la querías.
Agur Pablo, tenía la intención de pedirte que colaborases en este blog, pero...
Gerardo Luzuriaga